El viernes tuve mi primera presentación de novela (chispas!)
de un compañero de tertulia, Carlos Michel Fuentes, que ha escrito un libro que
está muy bien, difícil de leer pero que está muy bien.
Todo el día anduve con angustia, con ganas de huir justo en
sentido contrario. No soporto hablar en público. Luego todo fue bien, y recibí aplausos
y hasta algún hiperbólico bravo. Me encanta hablar en público.
Esto fue lo que dije:
He de decir, así de entrada, que Carlos Michel juega con
ventaja, que escribir desde la Habana, sobre la Habana, supone ya cierta
ventaja, porque la cubanidad es en
si misma literaria, posee todos los
elementos favorecedores de la escritura: la austeridad económica, por no decir miseria (ya decía Wittgenstein
que se piensa mejor desde la cabaña que desde la cátedra), el aislamiento (esa soledad que es el
imperio de la conciencia según palabras de Bécquer. Quién sabe si Cervantes o
Dostoievski hubieran escrito sus grandes obras de no haber pasado una temporadita
en prisión) y la cultura, tener al alcance
de la mano el producto de otras soledades, que sin duda azuzan la imaginación.
Todo ello crea un caldo de cultivo que permite alcanzar el
estado ideal para el escritor: esa agonía
serena que es la base de la escritura. Cioran lo dijo de otra manera: "Un
libro es un suicidio aplazado."
En Cuba se da además de forma especial la paradoja que, como todo el mundo sabe,
es la materia prima de la literatura. Y no sólo porque a menudo el que vive en
Cuba sueña con salir de allí y el que vive fuera no piensa más que en volver,
sino porque La Habana es paradoja pura, es decadente y vitalista a un tiempo,
es carnal y es intelectual, es salvaje y es educada, es blanca y es negra, es
una chica fácil con un tremendo orgullo.
Todas esas contradicciones están en este libro.
Aprovechando, o aprovechándose de su cubanidad, Carlos
Michel, como los grandes chefs, nos ha preparado una Habana deconstruida, descompuestos
sus ingredientes y vueltos a componer, para que al lector le llegue intacto su
sabor.
Un retrato personal de la ciudad hecho por alguien que ya ha
empezado a abandonarla, que es como mejor se hacen los retratos, con la visión
del que gira la cabeza porque se va.
Entre el diario
poético y el sueño, construye una voz que va de la angustia a la vitalidad,
de la desesperanza a la alegría para hablarnos de la verdadera partida, la que se produce en la cabeza, a través del recuerdo, de la proyección mental, esa que se da
mucho antes de coger un barco o un avión.
En definitiva, nos habla del paso del tiempo, de un tiempo que es distinto en la Habana, más lento, más húmedo, más asfixiante, más
lascivo, con cierto toque alucinógeno. Y es que tal vez no exista
otro tema en la literatura, ya lo dijo Gil de Biedma: “en mi poesía solo existe
un tema: el paso del tiempo y yo”.
Carlos nos arrolla en Anabah con un poderoso torrente de palabras, aparentemente desordenado, visceral. La novela está llena de cosas, de objetos, de listados, de pensamientos que se superponen
unos a otros, desafiando las leyes de la lógica cerebral, acercándose a las de
la lógica emocional.
El libro está lleno de preguntas
pero no de respuestas, lo que demuestra una gran sabiduría.
Su autor muestra un desprecio
absoluto por la trama en favor del
estilo. No resulta un libro fácil de leer, no, por eso conviene hacerlo en
pequeñas dosis y con una concentración laxa, si esto es posible.
Me ha hecho mucha gracia leer en la contraportada: el autor
abandona Cuba a principios de los noventa. No
regresa jamás. Lo pone así: No regresa jamás. No dice “no ha regresado
jamás”, o “no regresará jamás”, sino “no regresa jamás” en rabioso presente, haciendo del
no regreso un acto continuo que sigue sucediendo.
Creo que esa es también una forma de entender la vida que
conecta con la idea fundamental de este libro, ese continuo viaje sin regreso.
Si me permiten, voy a leer un fragmento de la novela:
“Una mujer sentada en
el metro de Madrid hacia nuevos ministerios se duerme y sueña. Es un sueño
corto, una pequeña fuga. De estación a estación. Y mientras duerme, la miro y
me pregunto si podré amarla yo algún día sin ese temor incontrolable a perderla
entre sueños. Pasa rasante el bote entre dos piedras. Hay siete diferencias
entre el cuadro original y el impostado, pero ¿cuál es cuál? ¿hay uno
verdadero? Tengo dos hijos zurdos. Soy el hombre-guía de mi perro ciego. Subo y
bajo de peso regularmente, me traqueo los dedos de las manos. Tengo un amigo en
Berlín y otro en La Habana. Nada me repugna. Me gusta hacer un agujero en la
arena y hallar agua, aunque el mar se extienda inconmensurablemente a pocos
metros.”
Y ya para acabar, quería hacerle una pregunta a Carlos Michel,
una pregunta fundamental: ¿Michel es parte del nombre compuesto o apellido?